Recoja la m*a de su perro
Esta columna fue publicada originalmente en Acento.
Como ciudadana, me indigna la corrupción de la casta política que se enriquece con el dinero de mis impuestos. Me indignan los carros de lujo exonerados, que si son de lujo es porque, por definición, no son una necesidad. Me indigna que los diputados reclamen “el dinero de las madres” para recuperar una parte ínfima de la inversión de la campaña. Me indigna que el vocero de la Policía tenga la cachaza de decir que no existe tal delincuencia y que todo es percepción. Me indigna que los pacientes de un hospital deban comprar botellones de agua porque el agua de la de la cisterna tiene una bacteria. Como se podrán imaginar, vivo eternamente indignada por lo que pasa en mi país.
A veces peco de simplista acusando a la corrupción pública de ser la raíz de todos los males de la sociedad y problemas del país. Y por supuesto que sí. La corrupción troncha el futuro y las oportunidades de desarrollo de todos, sobre todo de las clases vulnerables. Pone en peligro el bienestar de todos, es caldo de cultivo de la delincuencia.
Pero hay otro tipo de corrupción que me indigna hasta los huesos también: la corrupción ciudadana, definiéndola como la acción y efecto de echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo, ejercidos por nosotros los ciudadanos.
Y es que todos, en nuestra cotidianidad, somos partícipes de que este país se vaya por el despeñadero. Nuestra corruptela se manifiesta en la reivindicación del tíguere y la detracción del pendejo. Exigimos que los servidores públicos tengan un comportamiento impoluto; pero en el ámbito privado, si podemos saltarnos las reglas, no perdemos la oportunidad.
Como cuando bloqueamos la intersección aunque se ponga la luz roja, evitando que los vehículos puedan cruzar; o paramos el carro en doble fila para esperar que el niño salga del colegio, creando un tapón de cinco cuadras a la redonda. “Que se e’plote el mundo mientras yo busco a mi muchacho”.
También cuando ponemos un musicón hasta las quince de la mañana, que no deja dormir a los vecinos, “porque ésta es mi casa y en mi casa mando yo”.
Como cuando no nos ruboriza vaciar la cisterna de la exclusiva torre donde vivimos o nos fajamos a lavar el carro a manguerazos en plena época de sequía, porque “en mi casa hay agua”.
O, como denuncia mi amigo Mario Dávalos, siempre aparecen unos vivos que se creen que se la estáncomiendo vendiendo y pagando por la izquierda porque según ellos “hay que buscársela y como quiera, eso’ cuarto’ se los roban.”
Imágenes por ShutterStock, artista Turan Ramazanli
Hola. Les escribe una malquerida vecina. Lo que dice la columnista queda corto ante lo cotidiano. En meses pasados salí por breves minutos y, a mi regreso, encuentro a una vecina muy glam, mirando a todo mundo por encima del ojo, tal vez porque aquí también en asuntos de perros se marca estatus. La susodicha estaba poniendo su perro a hacer necesidades en mi área verde. Le dije: qué bien! usted sale de su casa para que el perro no haga necesidades allá y viene a la ajena a dejar su mierda! No la recogió pero no ha vuelto más. Lo que expresa retrata de cuerpo entero lo que somos como sociedad. Nada de lo ominoso, corrupto o irresponsable de lo que tenemos nos bajó del cielo: es producto de lo que somos. Intento vivir observando el diablillo que vive en mí como dominicana, para pisotearlo y hacer lo opuesto. Me siento orgullosa de ser minoría. Las manadas, lamentablemente, caminan al despeñadero moral. Lo malo es que, con ellas, se llevan entre las patas lo mejor que tenemos.